Sobre los «Micropoemas» de Antero Jiménez Sánchez

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Del prólogo a la segunda edición de POEMAS LÍRICOS

LO QUE EL POETA DE TORREDELCAMPO LLAMÓ «MICROPOEMAS»

Son pequeños poemas – a modo de greguerías -, en los que el poeta ensaya su gran capacidad de observación del mundo que le rodea y lo filtra a través de un fino humor, dándonos una visión subjetiva y lírica de su propio universo.

En cada micropoema – como él llamaba a esta especie de composición corta – Antero Jiménez, con muy pocas palabras es capaz de resumir toda una concepción filosófica. Su propia filosofía. Sus temores que son sus propios amores, ya que el miedo y el amor no se contradicen. Amaba y temía la soledad:

“Nada taladra el corazón como esa triste soledad de las farolas encendidas bajo la lluvia de la madrugada”.

“Los cipreses de los cementerios son como la verticalidad contradictoria de sus muertos horizontales”.

“Hay una tristeza gris de despedida en los andenes desiertos de las estaciones.”

O contienen los misterios universales, que por mucho que la ciencia se empeñe en desvelar, guardan el enigma de lo inabarcable por el cerebro humano. Así, podremos conocer de forma científica el origen del universo, sus grandes distancias, su maravillosa asimetría, pero jamás, ese universo  podrá caber en lo limitado de nuestra conciencia. Podremos construir modelos del micro y del macrocosmos, resolver con ecuaciones complejas cada uno de sus parámetros, pero, nunca, nunca, lo abarcaremos con este alma humana prisionera de las fronteras de nuestro propio cuerpo. Estos pensamientos se desvelan en algunos de sus micropoermas, expresando su gran admiración por la  obra de las obras, el universo:

“Las distancias que guardan entre sí las estrellas forman los poros del Universo”.

“¿No habrá un anzuelo para pescar, en el río, el redondo pez de la luna?”

“¡Cuál será la distancia que existe, desde las estrellas reflejadas en el lago, hasta la superficie!”

El tiempo es la mayor limitación a la que estamos sometidos todos los seres de la creación y pesa, como una gran losa, sobre la especie humana. Ser conscientes del tiempo es, tal vez, una de las mayores fuentes de sufrimiento del hombre. También, nuestro poeta se siente aprisionado por ese dios mitológico, por Cronos que martiriza a los hombres con los caprichos del Olimpo:

“¿Cuándo encontrará el reloj esa hora que tan constante y pacientemente busca?. El día que la encuentre se parará definitivamente y para siempre, y su cuerda, libre del tormento, explotará con una explosión sorda y vengativa de final de mundo”.

“Cada vez que pensamos en la muerte, damos un salto de trampolín a la vida… ¡Consolador y saludable salto, que nos hace ingrávidos e inmateriales…”

Posiblemente hoy, la propia mujer se ha desmitificado al intentar parecerse al hombre. Su caída ha sido estrepitosa. Se ha roto, seguramente para siempre, el pedestal que la sostenía en la profunda veneración que inspiraba a los poetas. Se ha roto el misterio y con él la poesía. Afortunadamente, Antero Jiménez no ha asistido a esa caída del mito y por ello pudo hacer poesía de la belleza y el misterio de las mujeres:

“No se ha interpuesto aún la querella contra esos criminales que cortan las piernas mejor formadas de las mujeres, y las exponen con medias de nylon en los escaparates”.

“Las manos de la mujer son terriblemente divinas, los pies terriblemente humanos”.

“Las señoritas llevan las medias más estiradas que las señoras para dar a entender que tienen también la piel más lisa”.

“Antero fue paisaje” – dice de él, el que fue mi buen amigo, mi profesor y compañero, Alfonso Sancho, y continúa – “Hacerse paisaje es meterse dentro de él, formar parte de él, cosificarse con amor cuasi panteísta. Antero no ve el paisaje, lo vive; toma el color ocre de la tierra, el crepitar del sol de estío sobre los campos resecos y es estridor de grillo y resplandor de luciérnaga. Porque amaba al campo, se hizo campo él mismo”.

Alfonso Sancho, el profesor de literatura de Jaén, el profesor por antonomasia, da en el clavo al hacer esta afirmación; ya que el paisaje, como apuntaba el maestro, conformaba la propia personalidad del poeta. Cuando alguien me ha preguntado por mi padre, yo siempre he dicho que él era poesía, que no era poeta porque escribiera versos, sino que la poesía estaba en su propia naturaleza, en su forma de vivir, en sus concepciones. Yo que he tenido el privilegio de conocerlo muy bien, de heredar algunas de sus sensibilidades, sé que su modo de ver la vida era muy distinta al común denominador de los mortales. Él lo sabía también y por ello siempre tuvo la sensación de sentirse extraño:

“Mucha gente del pueblo me dice a mí, el poeta, el tonto… Puede que la gente lleve razón, y que todos los poetas seamos unos tontos”.

Es la sensación de alguien que se siente distinto y lo confiesa abiertamente. Se mimetizó con la naturaleza convirtiéndose a su vez, en montes malvas, en piedras del camino, en los mismos paisajes de los que se nutrió:  “El Barranco”,  “la cimbra del Rabanero”,  “Zorrilla”, “Lamperes”, “El Romeral”… Decía que le gustaba la caza, pero no cazaba… De nuevo, Alfonso Sancho encuentra la clave a esa aparente contradicción: “Antero no podía disparar porque hubiera matado al paisaje: hubiera disparado contra sí mismo”.

…No. No era la caza lo que le gustaba, la caza era su excusa para mezclarse con el paisaje, para poder contemplar a todos los animales en su medio natural, para vivir con ellos y cerca de ellos. Fruto de estas cercanías son, prácticamente, todas sus producciones literarias, y, de esta cercanía, que lo convierte en observador privilegiado, surgen la gran mayoría de sus micropoemas dedicados al paisaje y a los animales, a todos, grandes y chicos, vertebrados o invertebrados, domésticos o salvajes:

“Cuelga la primavera, como un ejecutado, de esos patíbulos que forman las ramas perpendiculares a los troncos erectos de los árboles floridos”.

“La luna se lava la cabeza en el mar y se riza el pelo con las tenacillas de las olas”.

“Son las tres de la madrugada. Los tempraneros cazadores, con los faros de los automóviles y de las motocicletas, taladran la noche del paraje.

Los conejos, tras unos chaparros bajos, juegan al julepe, confiados. Un vigía monta la guardia en lo más alto y otea la carretera del Arroyo.

Los cazadores van bajando de los vehículos y se van colocando en los puestos de tiro.

En la noche oscura, suena un grito agudo del centinela:

– ¡Alerta!.

– ¿Quién? –  dicen a coro los jugadores.

– El Moreno Carrasco.

Los conejos abandonan la partida y se esconden raudos en sus madrigueras.

Son las siete de la mañana. Los cazadores han abandonado sus puestos, y, el silencio, torna a los conejos a reanudar la partida.

Pica el sol, que es de oro puro, un cazador retardado avanza hacia el cerrillo, con el paso tardo y cansino de sus muletas.

De nuevo el grito del centinela y de nuevo el “¿Quién es?” de los conejos.

– Es don Antero con su escopeta de veinte mil duros y su lujosa funda de cuero.

Los conejos no se conmueven, y una voz grita:

¡Echa cartas!”.

“Las zarzamoras del Cerrillo de «Los Conejos» esconde, al anochecer, pájaros negros que nadie ha visto”.

“Los murciélagos en el suelo parecen ratones que se arrojaron con paracaídas”.

“Los cuervos son los lazos negros que pone el campo a las caballerías putrefactas”.

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