DE LA LIBERTAD DE LOS PROFESORES

 

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La libertad del profesor no debería estar condicionada a las trabas  burocráticas a las que se le somete, liberándole de “formularios” que no sirven absolutamente para nada, sino para entorpecer su labor docente. Liberándolo del exceso de “objetivos” que encorsetan esa libertad para impartir la enseñanza que cree adecuada al grupo y a sus individualidades. Los objetivos para cada materia deben ser tan mínimos que sólo deben atender a las finalidades exclusivas de esa materia para cada curso y sin necesidad de que el profesor tenga que formular objetivos a priori que, en muchos casos, pueden quedar largos o cortos, dependiendo del grupo al que imparte docencia.

Es cierto que el profesor debe plantearse objetivos, pero esos objetivos deben planearse desde el conocimiento profundo del grupo. Objetivos que deben ser provisionales, y siempre esbozados desde la dinámica del grupo, por lo que nunca deberían ser formulados para un curso completo, sino para pequeños periodos, de esa manera, evitarían su rigidez, de modo que continuamente puedan irse adaptando a la evolución del grupo y de sus individualidades. De esta manera es posible establecer una dinámica que haga avanzar a cada grupo y a cada individuo dentro de él, de una forma homogénea, sin que esto quiera decir que el progreso en el aprendizaje tendría que ser idéntico o parecido para cada uno de esos alumnos que forman el grupo, sino que se contará en todo momento con las diversas capacidades de esos alumnos.

Una enseñanza, auténticamente, activa y participativa puede posibilitar la diversidad que nunca debería sobrepasar ciertos límites, ya que ningún profesor tiene un don especial para poder atender adecuadamente más allá de tres o cuatro “conjuntos de alumnos diversos” que conviven en un aula durante el limitado periodo de tiempo que dura una clase. El intento de atención a la diversidad en grupos excesivamente heterogéneos, es uno de los mayores fracaso del actual sistema y por encontrar una comparación aproximada, ha sido como volver a la enseñanza unitaria, tan extremadamente diversa, que hacía al profesor optar por uno de los siguientes extremo: o atender preferentemente a los mejor dotados abandonando a su suerte a los demás, atender a los menos dotados, impidiendo el adecuado progreso de los más dotados, o situarse en una posición media que perjudicaría por igual a los unos y a los otros.

Ya he dicho que estoy en contra de la formación de grupos de élite o de “pelotones de torpes”, y ello es por una razón obvia, esta anticuada forma de clasificar a los alumnos es alienante y suele marcarlos. A los primeros porque, aunque en la fuerte competitividad pueden encontrar estímulos, esa competitividad puede producir a la larga una deformación de su concepto solidario. En los segundos, impediría un adecuado progreso en su madurez intelectual. ¿Cuál es la solución?… No hay una solución que pudiéramos calificar de perfecta con limitados medios económicos; la psicología del aprendizaje nos va a denunciar problemas en cualquiera que tomemos, pero hemos de optar por la menos perjudicial para la mayoría de alumnos que, al mismo tiempo, será la más justa:    Una evaluación “muy fina” que determine qué alumnos deben pasar al curso siguiente, y en la que sólo se tenga en cuenta la capacidad o no de esos alumnos para poder afrontar, con probabilidades de éxito, el curso siguiente. Hacer pasar a los alumnos de curso sin que hayan adquirido esa capacidad mínima necesaria, supone un gran perjuicio para ellos y otro mayor aún para sus compañeros.

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