ESTUDIO DE LA OBRA DE ANTERO JIMÉNEZ SÁNCHEZ

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LA OBRA DE ANTERO JIMÉNEZ SÁNCHEZ

 

Por Alfonso Sancho Sáez

……………………………………………………………………………… Discurso pronunciado por D. Alfonso Sancho Sáez (Catedrático de Lengua y Literatura Española, Profesor Emérito de la Universidad de Granada y Profesor de la Escuela Universitaria de Magisterio de Jaén), en el homenaje al autor de «Poemas Líricos», Antero Jiménez Sánchez, organizado por el Centro Cultural de Torredelcampo, en el año 1987.

 

 Cuando le preguntaron a Gerardo Diego qué era un poeta, contestó: “un poeta es el que hace lo que cualquier otro y, además, hace versos». La intención venenosa del que preguntaba era poner de manifiesto la inutilidad de la poesía. En efecto, la poesía es inútil; y en ello reside su grandeza. Tan inútil como un atardecer sobre el Gran Canal de Venecia, como escuchar la sétima sinfonía de Beethoven o sentarse largas horas ante el «Juicio Final» de Miguel Ángel. Quien no se emocione en cualquiera de estas situaciones, es posible que hasta sea lo que se llama un » triunfador» en la vida, pero, desde luego, le falta una dimensión humana esencial: la sensibilidad. Lo que, a mi entender, diferencia al simple semoviente del hombre.

Pues bien, sensibilidad, y exquisita, es la que se aprecia en Antero Jiménez. No basta la sensibilidad porque, si bastara, muchos seríamos poetas. Es preciso que la emoción, única e irrepetible que un hombre, en un momento y lugar determinado, experimenta pueda ser comunicada, transmitida, de modo que esta emoción sea recreada, no meramente comprendida, por un futuro lector tal vez muy lejano en el espacio y en el tiempo. Cuando Garcilaso escribió: «No me podréis quitar el dolorido sentir…” dio en la diana de la verdadera poesía.

El dolorido sentir del tiempo que se desliza entre tus manos, el dolorido sentir de un amor desvanecido, el dolorido sentir de las eternas preguntas sin respuesta, la paz de un paisaje desolado, el enigma de un niño que llora, la crispación de un sufrimiento inútil. El dolorido sentir. Si el poeta es capaz de transmitirlo, encontrará el eco fraterno de quien siente dolorosamente y se ahoga en su dolor sin voz. Quien, en un poema, descubre que su dolor no es otra cosa que su razón y su grandeza de ser hombre y que otro hombre simpatiza, padece con él, se sentirá expresado en el poema y aliviado en su angustia.

Esta es, nada menos, la augusta inutilidad de la poesía.

Pero el poeta, para serlo de verdad, ha de triunfar hasta donde es posible en la más quimérica y disparatada de las empresas. Porque, así como otras artes disponen de un vehículo propio de expresión: la música el sonido, la pintura el color, la escultura las formas y volúmenes; la poesía no cuenta más que con un medio no nacido para la poesía: el lenguaje. El lenguaje es apto para la comunicación cotidiana, para la verborrea de la tertulia, para el tráfico mercantil, hasta para la desaforada propaganda electoral. Pero no para la expresión del mundo interior que, por naturaleza, es inefable. Cuando el poeta dice «olmo» no piensa en el olmo abstracto que define el diccionario, sino en ese olmo, concreto y único, y en la emoción que le ha producido la aparición milagrosa de unas hojas verdes; esta emoción, transfundida en poesía, pide otro milagro de la primavera para la amada que se muere. Es decir, el poeta ha de intentar en cada poema el «más difícil todavía», el transformar el vulgar lenguaje cotidiano en delicado instrumento que transmita lo sensorial y lo afectivo además de lo racional; ha de intentar decir «unas pocas palabras verdaderas». Como Bécquer, ha de luchar contra el «rebelde, mezquino idioma» y conseguir que las palabras inertes sean «suspiros y risas, colores y notas».

La obra de los grandes suele ser breve. El poeta torrencial llena de escoria sus versos. Suele ser breve porque al hombre sólo le interesan unas pocas cosas esenciales: el amor, la muerte, y el ignoto destino humano. Breve es, por eso, la obra de Garcilaso, la de Bécquer, la de Machado.

Por eso es breve la obra de Antero Jiménez. El libro que tengo entre mis manos se titula, con toda sencillez “Poemas Líricos” y tengo el honor de que en él figure la dedicatoria: “Al Catedrático de Literatura Don Alfonso Sancho. Afectuosamente». Me honra esta dedicatoria, pero hoy, que he releído el libro, hubiera preferido que fuera dedicada «A mi amigo Alfonso Sancho». Porque amigo y próximo le he sentido a través de su obra y a través de su hijo Antero. Estoy seguro de que unos minutos de conversación habrían bastado para cimentar esta amistad. Sus ocupaciones y las mías fueron demorando un encuentro hasta que fue demasiado tarde. Sólo pude asistir al entierro de una amistad que no llego a nacer.

En una ocasión, a través de Antero, me pidió el prólogo para un delicado estudio suyo sobre Almendros Aguilar, el poeta de Jódar al que he dedicado un extenso trabajo. Lo hice complacido pero, que yo sepa, no llegó a publicarse.

Este librito de Antero Jiménez está escrito en verso y en prosa pero, en verso y en prosa, es poesía. No oculta Antero, antes bien declara con modestia, sus devociones y sus influencias. La historia de la poesía es la historia de las influencias. Lo dijo Eugenio D’Ors: «en arte, lo que no es tradición es plagio». Y tradición, pero no plagio hay en Antero Jiménez. Por eso, su devoción por Juan Ramón Jiménez, tan explícita, es perceptible principalmente en su prosa. Luego lo veremos.

Yo no sé cómo se concibió, en este libro la estructura de la obra en verso, porque ningún poema está fechado, pero sospecho que siguió un orden cronológico. Muchos poetas, en la madurez, abominan de sus iniciales tanteos y los condenan al olvido. Hacen mal porque el poeta, salvo milagrosas excepciones, es la historia de sus titubeos, de sus fracasos, de sus tentativas hasta que encuentra su voz propia. Sospecho que Antero fue consciente de su lucha por la expresión, de su progresivo dominio del verso y de la depuración de su estilo. Y tal vez por melancólico amor al hijo desvalido, al fruto no logrado, salvó de un tentador olvido el poema inmaduro. Gracias a ello, podemos hoy asistir a la evolución de su obra. Hay en sus poemas, que yo estimo primerizos, ecos de lecturas, lastre de retórica, poetas amados que le resuenan en el oído y se le encabritan en la pluma y, a medida que el poeta crece y su sensibilidad se depura, según se va exigiendo mas y más, va echando por la borda los ecos para escuchar su propia voz.

Así en los sonetos religiosos, correctos técnicamente, aparecen claras huellas de su amado Almendros Aguilar: «la .turba impía”, «fatal la profecía», «sobre el monte del Gólgota sangriento”, » perdona a los que le han crucificado”.

Sin embargo, aún en estos versos que estimo primerizos, no es difícil encontrar atisbos de su exquisita sensibilidad para el paisaje que luego desarrollaría.

Hasta que, de pronto, nos sobresalta la meditación en una tarde de estío que sólo un verdadero poeta puede sintetizar. Y esta sensibilidad nos lleva en «Pequeños poemas» por los caminos, tan caros a Machado que se le tornan negros y agoreros de tragedia. Ya tenemos al poeta sabiendo decir lo que quiere decir. El rebelde, mezquino idioma, se va tomando dúctil en sus manos.

Y aparece Juan Ramón como modelo, no como plagio en varios poemas: “La niña tonta”, «Crepúsculo», «Tarde de mayo», «Ojos verdes”.

Cada vez con mayor seguridad, el progresivo dominio técnico le permite prescindir de la tiranía de la rima y del metro, su verso se adelgaza, abandona toda retórica visible y la expresión se hace más enjuta y limpia. Más que un cierto aire de familia, lo que siempre es inevitable, lo que Antero aprendió de Juan Ramón fue el afán por purificar la palabra, por identificar el nombre con lo nombrado, por crear con la sola palabra el mundo soñado o presentido. En este sentido es especialmente emotivo el poemita “Soledad sonora”  indudablemente tomado de San Juan  en el que parece que el poeta busca adrede la sencillez, una cierta humildad ermitaña y un ritmo de cancionero para comunicarnos su aproximación a Dios, tan frecuente, por otra parte, en su obra.

En ocasiones, el poeta parece intentar un saltó atrás, hacia la poesía de anécdota y argumento del siglo XIX. Pero es un puro espejismo porque lo descriptivo es sólo pretexto para la meditación interiorizada. La vana garrulería de Campoamor se convierte en Antero en «dolorido sentir”. Tal es el caso de «Vino y sangre” o «La feria”.

No es difícil espigar otras muchas poesías de calidad pero el tiempo corre y la prosa nos espera.

El poeta titula sus poemas en prosa «El Pipe y yo”, y lo dedica, sin rebozos “A Juan Ramón Jiménez, la voz lírica más alta del siglo XX”. En título y dedicatoria hay toda una promesa y Antero no nos defrauda. Al contrario, porque se arriesga mucho. No podría dejar pasar la ocasión sin destacar una inicial afinidad con Antero en cuanto a Juan Ramón. Con el poeta onubense ha ocurrido algo no por sólito menos extraño. Porque es frecuente que un gran escritor, admirado, adulado, incluso elevado a los altares por la crítica y los lectores, inmediatamente después de su muerte, caigan en un periodo de silencio, desvíos, reticencias y aun rechazos. Con alguna excepción ilustre como Machado, Miguel Hernández, Lorca o Garcilaso. Por distintos motivos que nos llevaría muy lejos examinar, con Juan Ramón no ha ocurrido así. Porque pocos poetas en la historia de la lírica han sido tan admirados, tan seguidos, tan aireados por poetas eximios como los de la generación del 27 que le consideraban su maestro y guía. No sin alguna discrepancia y rebeldía. Pero así era. Pero muerto Juan Ramón, un velo de olvido demasiado largo se ha tendido sobre él y sobre su obra. Si algunos pensamos que era exagerada la idolatría, ahora consideramos que es injustificado el olvido. ¿Que ocurre?. Yo espero que la crítica, tan sabia como, con frecuencia, pedante no tarde tres siglos, como ocurrió con Góngora, en colocar a Juan Ramón donde merece. Se le podrá quitar la aureola, se le podrán criticar manías y soberbias insoportables pero nunca, nadie, le podrá negar lo que a Juan Ramón debe la poesía actual.

 Así opinaba Antero y de ahí su devoción. He de limitarme a espigar algunos aspectos de su prosa que me parecen imprescindibles.

Escribir en prosa, aunque otra cosa pueda parecer, es enormemente difícil porque el escritor ha de prescindir de arrequives y alamares. Sin la apoyatura de la rima, del metro y otras arterías, el poeta sólo cuenta con el ritmo, mucho más irregular y, por lo tanto, menos abrigado que el del verso. A cambio, ha de manejar el arte difícil de la adjetivación, la selección muy castigada de la palabra y la máxima precisión significativa y, cuando se consigue, surge el bellísimo poema inicial. “El rayo”. No podía empezar mejor ni mas juanramonianamente. Como “Serafinillo” o como “Corpus”. La sensibilidad para el paisaje que ya encontramos en algún poema, cobra aquí carácter de protagonista. Y sentimos que el modelo no esta con frecuencia tan lejos del émulo, como “El Parque” o el bellísimo “La piedra del camino”, que tanto hubiera complacido al maestro,  o el emocionado “Responso a Juan Ramón”, del que no me resisto a reproducir un párrafo:

“Yo he visto tus cumbres empurpuradas en esas largas agonías del crepúsculo, los tristes atardeceres en el pueblo, cuando los niños se recogen medrosos y las mujeres rezan a sus muertos en los portales sin luz, la paz profunda de las siestas amarillas de agosto, el oro puro de las tardes de abril y la idílica melancolía de las lluvias”.

Cuando he hablado del paisaje en Antero temo haber dado la equivocada idea de que Antero Jiménez fue paisajista. No: Antero fue paisaje. Parece lo mismo pero ¡qué diferencia!. El paisajista ve el paisaje desde fuera, se emociona estéticamente y nos lo muestra. El resultado suele ser muy bello pera afectivamente irrelevante. Paisajistas fueron Pereda y Blasco Ibáñez. No así Miró, ni Azorín, ni Juan Ramón ni… Antero. Hacerse paisaje es meterse dentro de él, formar parte de él, cosificarse con amor cuasi panteísta. Antero no ve el paisaje, lo vive; toma el color ocre de la tierra, el crepitar del sol de estío sobre los campos resecos y es estridor de grillo y resplandor de luciérnaga. Porque amaba al campo, se hizo campo él mismo; así:

…. “¡Las tórtolas…! Ahí están ya, desconfiadas y espantadizas, revolando aquí y allá sobre la blancura verde y fresca de los juncos, entrando después en vuelo silencioso, raudo y cortante, o bajando inocentes, terrosas y majas por la veredilla, hasta el agua limpia, en gracioso y elegante contoneo.

Yo las miro y las apunto… Y como no se van y hace tanto calor, dejo la escopeta, me hago el tonto y sigo leyendo… “El aguadero”.

Antero no podía disparar porque hubiera matado al paisaje: hubiera disparado contra sí mismo.

Pero el paisaje que es Antero, además de comunión con las cosas, necesita comunicación; no con imágenes, no con metáforas sino, en lección aprendida del maestro, con palabras que sean ellas mismas campo y paisaje. Y este es su secreto en el que no sé si se habrá reparado suficientemente: las palabras ciudadanas no le sirven; las palabras del común hablar le quedan estrechas y ajenas y acude a las palabras terruñeras y entrañables. Sería preciso un minucioso estudio de su lengua y de su léxico que desborda mis propósitos. Pero sí podemos espigar.

Cuando en “Los candilicos” consultamos al Diccionario, hallamos, una definición de técnica botánica que a Antero le habría parecido desangelada. Los candilicos son “morados, escondidos entre las anchas hojas verdes y húmedas, ¡qué modestos resultan ls candilicos». Los candilicos son campo y Antero los ama. Como ama el “diñuelo» en que una muchacha sana tiende el esplendor de los trapos blancos. Porque el “diñuelo” es campo, es pueblo, su pueblo aunque los diccionarios lo ignoren. Como es un puro goce «la transminación del camino ancho y seco” en “Los campanilleros”. Como es agudo el «traslocar” de Cuesta negra que Antero se inventa o rescata del hondón del habla popular.

 Sólo son unos ejemplos, entre tantos posibles, de la fabulosa capacidad de hablista de Antero Jiménez que, siendo pueblo, del pueblo saca palabras soterrañas y bellas para el que tenga capacidad de saboreo. Si la etimología auroral de «poeta» es la de creador, Antero fue poeta eminente porque creó palabras o las rescató; porque creó paisaje en el que para siempre está fundido; porque creó belleza.

Adiós amigo al que no llegué a conocer. Sé que te gustaría la despedida de Machado a otro amigo muerto:

“Y tú, sin sombra ya, duerme y reposa, larga paz a tus huesos.

Definitivamente,

duerme un sueño tranquilo y verdadero”.

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